miércoles, 17 de marzo de 2010

SIETE MENOS CUARTO



También su corazón se había nublado hasta no distinguir nada. Aunque en realidad distinguía cosas, lo poco o mucho que había para distinguir. En cambio si todo fuera negro, si todo fuera realmente negro...
Estaba parado en un kiosko con un pool al fondo, y observaba la neblina insidiosa, la lluvia infinitesimal que enturbiaba las formas y las volvía más grises y necias, más incomprensibles. A algunos metros suyo y casi cayéndose, un pendejo vomitó como Dios habrá vomitado al universo, y después se alejó a los tumbos. Él había hecho lo mismo hacía un rato, pero más prolijamente, al costado de un árbol y limpiándose un poco la boca con la manga de la campera; ahora estaba en un estado semi-contemplativo, y la cerveza que tenía en la mano se había entibiado como la madrugada y su llovizna irreal. Una risa histérica astilló el rumor liso y opaco de Rivadavia y tres chicas se acercaron, empujándose unas a otras, en medio de un olor a marihuana dulzón y pegajoso. Un policía remoto en la esquina miraba el horizonte bloqueado por nubes indefinidas que formaban un cielo paralelo; por edificios de siete pisos con manchas de humedad; y por telarañas de cables negros. Un portero fregaba la vereda oscura y sucia con un entusiasmo que parecía provenir de otro planeta. Tres taxis lentísimos; el gruñido decidido del caño de escape de un colectivo que se alejaba; y el kioskero, con una falsa sonrisa cordial, que le estiraba el pancho. Le agregó mayonesa y una salsa que parecía chimichurri, clavó sus dientes en el pancho y empezó a caminar. A sus espaldas escuchó una puteada y una botella rota en algún lugar de la avenida. Silbando bajito, se alejó despacio del kiosko y dobló en la esquina.

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